Las Jornadas sobre "Intelectuales y franquismo: los nuevos maestros", organizadas por la UNED y el Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española (CIHDE) y celebradas los días 16 y 17 del pasado mes de diciembre en Madrid, pusieron de manifiesto que el tema no es baladí y que su interés parece trascender el mero estudio de los intelectuales para entrar de lleno en el ámbito de la historia política, social y cultural de la dictadura, y del proceso de transición hacia la democracia. En otras palabras, los historiadores que se han ocupado recientemente del tema parecen buscar en él algunas de las claves que expliquen o nos ayuden a comprender mejor no sólo la relevancia de la actividad intelectual durante, con y contra el franquismo, sino también las raíces de nuestra cultura democrática presente. Así se hace, de manera explícita, en dos obras fundamentales y renovadoras de nuestra historia cultural publicadas recientemente, La resistencia silenciosa, de Jordi Gracia, e Historias de las dos Españas, de Santos Juliá. De ahí que la anterior polémica en torno al supuesto "erial" de la cultura franquista haya quedado superada, o mejor dicho englobada, por un debate con menos connotaciones políticas, más académico, que no contrapone opiniones opuestas ni "excluyentes", por utilizar una terminología muy propia del tema. Y por supuesto con menos connotaciones personales que otras disputas bastante enconadas que le han precedido en torno a las figuras de Ortega y Gasset ("maestro en el erial" en un libro de Gregorio Morán), y de Aranguren ("delator franquista" en la polémica que tuvo lugar en las páginas de El País durante el verano de 1999, con intervención de Javier Marías, la familia Aranguren, Javier Muguerza y Elías Díaz, y que puede consultarse completa en la página web www.filosofia.org). Disputas que vienen de lejos –de las críticas de Alfonso Sastre a la "escuela de Madrid" de Julián Marías y los orteguianos, o las de Francisco Umbral a los "laínes" en La leyenda del césar visionario, o de la Literatura fascista española de Julio Rodríguez Puértolas– y que confirman, aparte del consabido narcisismo intelectual, la trascendencia no sólo historiográfica de la cuestión que aquí tratamos. Santos Juliá y Jordi Gracia, al igual que otros autores que en el debate han participado, en particular Javier Pradera, Elías Díaz, Feliciano Montero, Alicia Alted o Abdón Mateos, están de acuerdo en muchas cosas, seguramente las fundamentales. A nadie –a menos que escriba en ABC– se le ocurre hoy poner en duda que la guerra y la represión de una larga posguerra supusieron una ruptura neta, tan profunda como duradera, sin parangón en la Europa contemporánea, ni siquiera entre los regímenes fascistas que no necesitaron de una contienda bélica para imponerse. La guerra, como su mismo nombre indica, fue "civil", es decir, el tercer contendiente fue la población y, en un lugar muy destacado, los intelectuales y el mundo de la cultura. Miles de maestros, profesores, escritores, artistas, técnicos y científicos pagaron con su vida, con la cárcel o con el exilio su defensa de esa "República de los intelectuales" que para los vencedores y para la Iglesia católica, igualmente vencedora, había sido la gran culpable de los males patrios y verdadera encarnación de la "Anti-España". A partir de ahí unos, como Santos Juliá o Javier Pradera, ponen el acento en las rupturas y los fracasos, en los "grandes relatos" por usar la terminología de Lyotard; otros, como Jordi Gracia y Elías Díaz, en las continuidades con el pasado que pueden rastrearse tras esa indudable ruptura, señales del futuro porvenir, "pequeños relatos" que coexistieron con aquellas otras interpretaciones esencialistas, metafísicas y cargadas de retórica de la historia de España, sin duda alguna hegemónicas durante los primeros veinte años de la dictadura. En las líneas siguientes vamos a intentar explicitar y definir los puntos fundamentales de la polémica, lo que nos llevará a fijarnos en los desacuerdos, como es lógico, por mucho que éstos sean en último término, repetimos, menos significativos que los acuerdos sobre la interpretación general del periodo. Y el desacuerdo empezó en las Jornadas por cuestiones nominales, desde la misma referencia a los "nuevos maestros" presente en el título, hasta la conjunción copulativa entre los dos términos de la mesa redonda "Continuidad y ruptura de la tradición liberal", que para algunos debía ser sustituida por la disyuntiva "o". Se apuntó entonces la necesidad de integrar ambos fenómenos, la ruptura y la continuidad, en un único modelo epistemológico que ayude a interpretar el cambio histórico, porque bajo la apariencia banal de esas conjunciones se esconde, de hecho, el sentido de las distintas interpretaciones. Jordi Gracia afirma en su libro que «defiendo la subsistencia de la tradición liberal, cohibida y escondida, como fundamento del futuro», cuya resurrección «coincide con el desahucio intelectual y biológico de una cultura fascista», que sitúa a mediados de los años cincuenta. Las pruebas que aporta, los datos y citas que trae a colación, sacados en particular de las revistas de los jóvenes falangistas y del SEU como Alcalá, La Hora, Alférez, Acento Cultural o Laye, son apabullantes. Así lo admite Javier Pradera, quien, sin embargo, no se reconoce en ese retrato de época, como ha declarado públicamente al diario El País y en otro seminario organizado el pasado mes de diciembre por la Fundación Pablo Iglesias en Madrid. Para los de su generación, la del 56, opina Pradera que esos que Gracia llama «liberales desarbolados», en especial Ortega, eran ya poco más que fantasmas –o simples fantoches, como Marañón– y poco contaron en la formación y menos aún en los proyectos de futuro de unos jóvenes recién convertidos al marxismo. El problema está, según Pradera, en que esa «gestualidad cultural, estética, ética y aún estilística» que Gracia ha buscado por doquier no sería mucho más que eso, gestos insignificantes ante la brutalidad y la omnipresencia totalitaria de una cultura fascista y católica que arrasó todo, todo, y que por eso cuando su fracaso se hizo evidente no pudo dejar más que el vacío. El mismo que encontraron en 1956 esos jóvenes que escribían en las revistas del SEU, socializados en el fascismo y el catolicismo de sus padres y hermanos mayores. Pradera no ve esos «avisos capaces de notificar la supervivencia de una mentalidad ajena al nuevo lenguaje y a los usos del nuevo poder», y aún admitiendo que existieran realmente, no cree que provinieran o llegaran más que a una reducidísima minoría ilustrada, la de unos de pocos cachorros de la "revolución pendiente" tolerados por el régimen, y que en ningún caso significativo tales avisos formaron el hilo de una continuidad que afloraría de las ruinas del sueño totalitario, a partir de 1956. Santos Juliá es, en términos generales, de la misma opinión. La recuperación de Ortega o Machado por la vanguardia falangista reunida en torno a Escorial, es decir, los Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo, Antonio Tovar, Aranguren, Torrente Ballester o José Antonio Maravall, era parcial e interesada, pues estaba al servicio de un proyecto nacionalista y cultural de "alta manera". El único que mereció realmente en España el nombre de "fascista", semejante al intentado por Gentile en los primeros años de la Italia fascista: se trataba de asimilar al enemigo una vez vencido por las armas y de incorporar lo que ellos, y sólo ellos, los intelectuales fascistas, consideraban positivo –es decir, útil a su proyecto político de Nuevo Estado– para incorporarlo al acervo nacional. El pensamiento de aquellos viejos maestros liberales quedaba despojado, por tanto, de sus elementos "disgregadores", opuestos a la doctrina católica, "perniciosos" para la nueva juventud española y de cualquier carga política. O, lo que es lo mismo, de sus aspectos precisamente más liberales. No habría sido otra cosa, como reconoció el más lúcido y honesto de aquellos hombres, Dionisio Ridruejo, que «una farsa, un falso testimonio, un ardid de gentes aprovechadas que querían sumar y con la suma legitimar la causa a la que servían y cuyo reverso era el terror». Incluso cuando cayó bajo las bombas la utopía imperial de crear un nuevo orden europeo, después de 1945, y ese proyecto ya no pudo presentarse como fascista, en la España como problema de Laín, de 1949, o en el proyecto "comprensivo" auspiciado por Joaquín Ruiz-Giménez en el Ministerio de Educación Nacional desde 1951, no latía tampoco el liberalismo, sino la voluntad de integrar al vencido y al exiliado en la gran empresa nacional, aunque ahora se tratara de comprender sus razones. Lo cual, tampoco hay que olvidarlo, no era poco para los tiempos que corrían y a la vista del amplio frente de los "excluyentes", pero en ningún caso suponía renunciar a que dicha integración se llevara a cabo dentro del régimen nacido el 18 de julio y bajo la guía del Caudillo victorioso. Hizo falta un nuevo fracaso, en esta segunda experiencia de poder, para que el grupo de falangistas católicos procedente de Escorial o de sus aledaños se dispersara y emprendiera caminos diferentes en sus respectivas conversiones personales, que les acabaron llevando a la oposición ya en los años sesenta. En palabras de Santos Juliá, «fue entonces, pero sólo entonces, cuando los arrojados [del poder] comenzaron a hablar, primero con reticencias y luego abiertamente un lenguaje de democracia y probaron a ser, por primera vez, intelectuales en el sentido original del vocablo: gentes que participan en el debate público con las únicas armas de la palabra y la escritura». No habría habido, por tanto, ese renacimiento descrito por Jordi Gracia de una tradición liberal hibernada durante largos años, que ha dejado sólo rastros mínimos, aunque numerosos, en el ámbito de lo privado, de lo familiar, del círculo de amigos, de las lecturas a escondidas o de referencias públicas toleradas sólo en medios escritos de muy limitada circulación, absolutamente integrados en el sistema y ni siquiera sometidos a censura previa. Tampoco los jóvenes del 56 habrían tenido maestros en los que reconocerse, ante el patético espectáculo de la traición o del miedo inmovilizante de los viejos maestros, de los "abuelos" del 98 como Unamuno, Baroja o Azorín, y de los "padres" como Ortega, Marañón o Pérez de Ayala, y comprobada la falsedad y la retórica estéril de la generación precedente, la del 36, la de sus "hermanos mayores", en contraste con la escuálida realidad circundante. Procedentes de familias que pertenecían al bando ganador en la guerra, socializados en el fascismo y el catolicismo más intransigente, aislados del resto del mundo, esos jóvenes ni siquiera podían buscar sus maestros entre los que habían abandonado el país y seguían produciendo en el exilio. Sólo el inapelable fracaso cultural y también económico del franquismo, eso sí, fuertemente afianzado tras los éxitos diplomáticos de 1953, habría llevado por un lado a los expulsados del poder a tomar conciencia no sólo de su derrota, sino del verdadero carácter del régimen al que habían servido hasta entonces, conduciéndolos antes o después hacia la democracia. Mientras, por el otro lado, aupaba al poder a los tecnócratas del Opus Dei, más interesados en controlar la política económica que en disputar la batalla cultural, como hasta entonces habían hecho siempre los católicos (o puede ser también que sólo se retiraran a sus "cuarteles de invierno", el Estudio General de Navarra, en la cuna del tradicionalismo, para acometer desde allí un día la reconquista espiritual de España). Ambos procesos, cada uno por su lado, dejaron huérfanos a los jóvenes universitarios que, desarbolado el SEU, abandonarán con prisa su identidad falangista y buscarán una nueva en otra parte, sobre todo en el marxismo, ahora sí con la ayuda del PCE y de otras organizaciones históricas del antifranquismo. O bien tratarán de hacer compatible su identidad católica con los nuevos compromisos políticos, en un recorrido difícil como veremos y que casi siempre condujo a la secularización. En suma, 1956, fecha clave en esta historia, habría marcado el fin de los "grandes relatos" del pasado, dando paso a un paradójico proceso paralelo de secularización del discurso político, en el poder con la legitimación tecnocrática del "Estado de obras" y del "fin de las ideologías", en la oposición con el lenguaje de la democracia, el Estado de Derecho y los derechos humanos, el mejor antídoto que exista contra semejantes filosofías de la historia. Santos Juliá ha construido él mismo un gran relato de la historia intelectual durante el franquismo que parece tener pocas fisuras, pero que, al mismo tiempo, deja poco espacio a otras pequeñas historias quizás compatibles con ese relato principal. Jordi Gracia no cree que la ruptura de la guerra fuera absoluta, pues supondría reconocer el éxito del Estado totalitario en su misión: lo ha intentado, pero no lo ha conseguido. Ni que lo fuera tampoco el aislamiento, y cita a Francisco Ayala, quien se asombraba de que «la juventud española, criada en el secuestro de un régimen deseoso de aislarla bajo su campana neumática, se muestre no obstante sintonizada, nadie sabe mediante qué mecanismo generacional, con la juventud de los demás países europeos». Los jóvenes que escribían en las revista del SEU leían a Ortega y Machado, pero también a Sartre, Simone de Beauvoir, Piscator, Brecht, Faulkner o Capote, y por ejemplo Recalde, como sabemos por sus recién publicadas memorias, estaba bien informado a mediados de los años cincuenta del pensamiento católico francés, desde Charles Péguy, François Mauriac o Paul Claudel hasta Bernanos, Maritain y Mounier. Argumentar el carácter minoritario y elitista de esos grupos, algo habitual en la historia intelectual, es un arma de doble filo, pues sirve lo mismo para relativizar el alcance de otros fenómenos, como las propias movilizaciones universitarias de 1954-1956 (cuyas consecuencias, sin embargo, sabemos hoy que fueron mucho más trascendentales de lo pudo parecer entonces). «¿Por qué me empeño en demostrar y presentar datos dispersos de que hubo una pervivencia del liberalismo, de la modernidad, incluso en los años más oscuros del régimen?». Jordi Gracia sale al paso de quienes puedan pensar que ha realizado un ejercicio minimalista, brillante pero inútil, contestándose a sí mismo: porque la exploración de esas formas pequeñas, ocultas, clandestinas, en un periodo de hegemonía fascista, muestra que no todos «han perdido la cabeza», que no han olvidado todo lo que aprendieron antes de la guerra, que han vivido en los años treinta, que no se han vuelto «cafres automáticos» y son gente que ha tenido que callarse o someterse ante un estado totalitario que no permite ninguna discrepancia. Y porque quiere saber de dónde salieron algunos «talentos indiscutibles», pese a formarse en la «miserable universidad franquista», que van desde los pintores abstractos, los arquitectos y los escultores, a los literatos de los años 50. Y, se podría añadir, porque el fracaso de los proyectos de una vanguardia intelectual, falangista o católica que fuera, no explican la enorme eclosión cultural que tuvo lugar a partir de la fatídica fecha de 1956, que llevó en los diez años siguientes a la aparición de numerosas editoriales, revistas y otros medios de acción cultural. La hipótesis de la continuidad liberal depende, por supuesto, del sentido que demos a ese término, "liberal", y en ese sentido el mayor acierto de Jordi Gracia –y, simétricamente, quizás una de las debilidades del relato de Santos Juliá– es ampliar su sentido hasta los límites de otro concepto, el de "modernidad". Modernidad y liberalismo son cosas diferentes: sabemos por ejemplo cómo el fascismo italiano del ventennio tuvo un proyecto de modernidad, sostenido por los futuristas, y pudo crear obras todavía hoy tan modernas como la casa del partido de Como. Pero es cierto, por una parte, que la contradicción entre ambos términos se tenía que plantear antes o después, como acabó ocurriendo en Italia, y por otra, que el franquismo no nació sino de un proyecto reaccionario y de ruptura explícita con la modernidad. La fe ciega de la cineasta Leni Riefenstahl en su Führer no pudo evitar que le asaltaran las dudas mientras visitaba la penosa exposición de arte germánico, puro kitsch en comparación con las obras maestras arrinconadas en una sala de "arte degenerado", pues si alguien se equivocaba tanto en arte, podía hacerlo también en política. El (re)surgimiento del arte informalista a finales de los años cuarenta, con el apoyo directo de Falange, los primeros edificios que retomaban de algún modo el movimiento moderno, ya en los cincuenta (el de Sindicatos, de Cabrero), o la literatura que hablaba de miseria o incluso de la guerra, como El Jarama, eran señales de que el pasado no había podido ser enterrado y de que no podía mantenerse aislado del mundo exterior a toda una nación. Eran pues, en palabras de Jordi Gracia, «las puntas visibles de lo que está siendo una transformación interna de minorías, de elites, de circuitos intelectuales», y de lo que «diez años después empezará a ser un intento de articulación bien armado de una resistencia intelectual ya no sólo al franquismo, sino al anacronismo, a la aberración intelectual». El desacuerdo en este punto parece difícil de salvar, pues Santos Juliá se muestra tajante al afirmar que: «...la tradición liberal no pudo ser retomada por los liberales, atenazados de por vida por su dramática experiencia, ni fue continuada por sus ‘comprensivos’ lectores de los años cuarenta y primeros cincuenta, que rompieron consciente y voluntariamente con esa tradición, frecuentada por ellos en sus años mozos, y pretendieron poner en su lugar una nueva versión, pasada en un primer momento por el fascismo, luego por un falangismo aristocratizante, de la unidad cultural española, católica en su médula, integradora por absorción del contrario en su meta final». Tanto que «la aparición de una cultura política democrática en España no fue el resultado del crecimiento y desarrollo de una tradición liberal sino del fracaso de una política unitaria a cargo de destacados falangistas», cuya cultura política «llegó a ser democrática sin haber sido previamente liberal». En su acotación al debate, Santos Juliá precisa con razón que una obra de arte, por sí misma, no es ni deja de ser liberal. Quizás para entender la función de la modernidad en este proceso hay que diferenciar, como hace Francisco Sevillano Calero en estas mismas páginas, entre "política cultural" y "productos culturales", asumiendo la autonomía y la tensión entre ambos términos, igual que entender aquí la función del liberalismo requiere distinguir entre "disidencia" (externa) y "disenso" (interno). Es evidente que el franquismo no albergó en su seno ninguna clase de proyectos ni veleidades liberales; sí pudo en cambio –autores como Alfonso Botti han demostrado que había bases para ello– albergar proyectos de modernización. Unos fracasaron ante el reaccionarismo cuartelario y clerical del franquismo: el proyecto político y cultural del sector falangista y católico de los "comprensivos"; otro tuvo éxito tardíamente: el económico de los tecnócratas opusdeístas. La China actual demuestra la posibilidad de sobrevivir en esa paradoja, de que la ambigüedad es ideología y como tal se comporta. En las revistas del SEU o en los discursos de Ruiz-Giménez como ministro se encuentra también la defensa de los intelectuales, por muy orgánicos que fueran, ante «la actual campaña contra la inteligencia» (Ridruejo) desde un régimen que gustaba definirse como anti-intelectual y donde todavía muchos sacaban la pistola, o el sable, cuando oían la palabra cultura. No faltaba tampoco el complejo de inferioridad, inevitable comparando los frutos del presente con los del inmediato pasado, ni la búsqueda de la autoridad de los maestros que legitimara la propia obra, a todas luces insuficiente. Así en una carta dirigida por Dionisio Ridruejo a Juan Aparicio en la primavera de 1953, publicada en Revista y reproducida por Alcalá, con el título "La culpa, a los intelectuales": «Hay hoy en España un amplio sector de la vida intelectual acampado en la fe católica y en los ideales del 18 de julio. Es, podemos decir, la generación puente (puente, lo sé, cuya voladura no deja de ser deseada por unos y otros). ¿Será mejor que esa generación aclare ante sus continuadores el legado de los maestros, integrado en su propio pensamiento y en su propio sentir, o haga de dislocadoras [sic] entre los maestros y los jóvenes para que estos últimos descubran por su cuenta el árbol prohibido y, juzgándolo por su valor y a nosotros por nuestra falsedad, saquen sus propias consecuencias?». La ruptura de lo que Ridruejo llama "generación puente", y otros "intermedia", se produjo tanto hacia atrás como hacia adelante, de manera que Santos Juliá subraya «la quiebra de aquella ilusoria línea de continuidad que se había pretendido establecer entre la generación ‘integradora’ y la que venía pisándole los talones». En 1956 los jóvenes habrían descubierto que aquellos maestros "eran de barro", en expresión de Juan Benet, que ha sido también objeto de polémica (en la encuesta realizada por José Luis Pinillos en 1955 entre los estudiantes de la universidad madrileña, el 67% se consideraba una generación sin maestros por la falta de sinceridad, dedicación y autenticidad de los mismos, si bien el 85% se consideraba culturalmente "liberal", con Ortega como referente). En su libro, Santos Juliá ha llevado a cabo una necesaria e higiénica clarificación cronológica y textual de las diferentes posiciones, porque tan fundamental es la exacta cronología, como una fidelidad casi arqueológica a lo escrito o dicho en cada momento para poder comprender lo ocurrido, contaminado de revisiones y autojustificaciones a posteriori, entre ellas la tan manida del "falangismo liberal". Para Elías Díaz, sin embargo, se ha recurrido en exceso a ese expediente –aunque sea con una intención muy distinta a la que movía a los autores de los libelos que circulaban en los años sesenta– y no tendría en justa consideración ni las circunstancias del momento –razonamiento que Juliá ha calificado de "fraude"– ni los límites impuestos al discurso público de los protagonistas durante aquellos años. Es más, ocultaría los indicios que ya muy pronto, desde los mismos años cuarenta, apuntaban hacia una evolución futura. Desde este punto de vista, se habría convertido a Laín Entralgo en un personaje patético, paralizado por el temor; a Tovar en un nostálgico impenitente de la "revolución pendiente"; a Aranguren en un falsificador sistemático de su propia biografía, necesitado siempre de la aprobación de los jóvenes, cuando no en un delator; a Ruiz-Giménez en un resentido, y hasta a Tierno Galván en un cínico. Olvidando la trascendencia que en la historia cultural tiene no sólo el propio discurso, sino el de los demás referido a uno mismo: desde los durísimos juicios negativos que todos ellos merecieron desde los sectores más inmovilistas del franquismo, a la importancia que un amplio sector de la opinión pública y de la izquierda antifranquista concedió a sus respectivas evoluciones personales. Y, sobre todo, para lo que ahora nos interesa, olvidando a quienes sí vieron en Ruiz-Giménez, Ridruejo, Aranguren o Tierno a maestros de pensamiento y de vida, o al menos en referentes indiscutibles incluso para muchos situados fuera de sus respectivos círculos universitarios. Para Elías Díaz, en la interpretación de Santos Juliá habría una "equidistancia" inadmisible entre los dos grandes relatos, el de la España sin problema y de la España como problema, el "excluyente" y el "comprensivo", que en ningún caso podrían ponerse al mismo nivel considerando su diversa actitud hacia la guerra y el pasado, hacia las posibilidades que ofrecía el presente de mayor respeto a los derechos humanos, y hacia las perspectivas futuras de una mayor apertura política. Habría además poca sensibilidad hacia las grandes diferencias que existen entre el proyecto asimilador de los primeros años cuarenta y el "comprensivo" del periodo 1951-1956, semilla dentro de España del discurso de la reconciliación, clave como afirma también Santos Juliá para deslegitimar el franquismo y sentar las bases civiles de la democracia. Tampoco cree Elías Díaz que 1956 marcara el final de esos "grandes relatos", pues la tecnocracia, por un lado, seguía siendo un gran relato camuflado detrás de la neutralidad técnica y del discurso del "fin de las ideologías", muy lejano de lo que ese discurso significaba en las antiguas y bien asentadas democracias occidentales, como se denunció a menudo desde la revista Cuadernos para el Diálogo. Ni siquiera el antifranquismo, por otro lado, renunció a las grandes filosofías de la historia, como demuestra la generalizada adopción del marxismo por la "nueva izquierda", e incluso por los "nuevos católicos" y los democristianos. Si es cierto que dentro de ese combate por la revolución había implícito otro contra la dictadura, por la democracia y los derechos humanos, en realidad mucho más concreto e inmediato, entonces hay que asumir que la interpretación del discurso de los actores históricos no puede quedarse en lo textual y debe ir mucho más allá, hacia la interpretación del texto en su contexto. Un punto de partida hermenéutico indispensable para la historia cultural, como ha escrito Santos Juliá en la introducción de su libro. El acercamiento de los "comprensivos" a los vencidos, quizás no en 1941 pero sí diez años después, con gestos simbólicos como, por ejemplo, la reintegración a sus cátedras de algunos exiliados (cuya importancia no puede ser disminuida aunque careciera de consecuencias políticas), es lo único que puede explicar, según Elías Díaz, las iniciativas de Ridruejo con su revista Mañana, o de Ruiz-Giménez con Cuadernos para el Diálogo, ya en los años sesenta. Los dos destacaron, precisamente, en la lucha por la democracia parlamentaria y los derechos humanos, así como en la recuperación del legado liberal y del "socialismo de cátedra" a través de iniciativas como el Instituto de Técnicas Sociales (ITS). Y lo hicieron además en medio de, si no contra –sobre todo en el caso de Ridruejo– la hegemonía del discurso revolucionario marxista, de la "democracia real" y del "socialismo científico", del radicalismo crítico marcusiano, del estructuralismo althusseriano o del maoísmo. Corrientes a las que se sumaron con entusiasmo, por cierto, muchos de esos jóvenes ex falangistas o católicos, desilusionados y huérfanos desde 1956, que hoy reivindican su protagonismo en la lucha contra la dictadura y la creación de una cultura democrática, en contraposición a los "viejos maestros". Hoy lo que estamos debatiendo aquí de hecho no es otra cosa que la aportación de estos últimos al éxito de la transición democrática. Dentro de ese proceso general las distintas trayectorias vitales de los protagonistas tienen, tratándose de historia intelectual, una relevancia que no puede quedar al margen. Feliciano Montero interpreta en su artículo del dossier la que llama "autocrítica del catolicismo", que empieza ya a finales de los años cuarenta con las conversaciones de San Sebastián, cobra fuerza en los cincuenta, con una notable influencia del debate católico francés, y es refrendada en los sesenta con las encíclicas de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. La presencia constante del exilio, de su legitimidad política, sus intelectuales y sus obras culturales constituye otro factor a considerar, como ha recordado Abdón Mateos, sobre todo al marcar una dirección durante todo esos años, por ejemplo en el discurso de la reconciliación. Sobre estos temas y en estos términos, quizás demasiado duros a veces, ha quedado planteado el debate, a la que esperamos dar desde Historia del Presente una contribución importante. El dossier pretende además cubrir el periodo sucesivo y menos estudiado, el de los años sesenta y primeros setenta, lo que solemos llamar "segundo franquismo". La evolución de los intelectuales católicos –aunque entonces casi todos lo eran– desde la autocrítica religiosa al compromiso político es narrada con detalle por Feliciano Montero. Una narración que llega hasta la experiencia del Frente de Liberación Popular (FLP, el popular "Felipe") y la fundación de la revista Cuadernos para el Diálogo por Joaquín Ruiz-Giménez en 1963. Ambas iniciativas tuvieron en sus orígenes una amplia participación de los cristianos y su evolución, precisamente por eso, va a ser tan representativa de un proceso fundamental en la historia de la España contemporánea: la secularización del discurso y la actividad intelectual, política y social, que respecto a Europa mira más hacia el norte que a sociedades en apariencia tan semejantes como la italiana. Esa evolución de los intelectuales católicos va a confluir durante los años sesenta en la oposición antifranquista para construir el discurso de la reconciliación y una nueva razón democrática a través de varios niveles, que Elías Díaz analiza en su artículo. No ya sólo el trabajo intelectual dirigido a restaurar el sentido del lenguaje y de la ética política frente al irracionalismo totalitario y nacional-católico, sino también el compromiso individual en la lucha por las libertades negadas (iniciativas como manifiestos, asambleas, etc.), la recuperación de la tradición liberal y democrática anterior a 1936, la reconstrucción de una verdadera comunidad intelectual con el exilio, la superación del aislamiento intelectual impuesto por el régimen y el reconocimiento de la pluralidad lingüística, cultural y política. El esfuerzo en ese sentido fue múltiple, igual que sus canales de expresión, de ahí que la parte final del dossier presente tres trabajos que adelantan investigaciones en curso o apenas terminadas, pero todavía inéditas: sobre una revista tolerada que acabó convirtiéndose en símbolo del antifranquismo cultural, Triunfo, en cuyo estudio Annelies van Noortwijk ha sido pionera; sobre una editorial con no menos valor simbólico y referencial, Ciencia Nueva, parte de la investigación de Francisco Rojas sobre cambio cultural y actitudes políticas en la España de los sesenta; y sobre el cine bajo el franquismo, objeto de la tesis de doctorado de Carlos Aragüez, donde por cierto volvemos a encontrar a García Escudero, intelectual católico y multifacético, junto a los nombres más conocidos de Ridruejo o Ruiz-Giménez. Tardaron veinte años –que no son pocos– en darse cuenta de su error en la defensa del fascismo y de un régimen impuesto por el terror, pero después de todo pegarse un tiro o hacerse cartujo como escribió el falangista Eugenio Montes a propósito de la evolución personal de Ridruejo quizás hubiera sido más ético, pero seguramente menos útil para nuestra democracia.